Chaves Nogales: el oficio de contar y no de pontificar

Manuel Chaves Nogales es, sin temor a equivocarme, uno de los mejores periodistas que ha dado España en el siglo XX. El autor de, entre otros libros, Juan Belmonte, matador de toros; su vida y sus hazañas y A sangre y fuego merece ser reconocido y estudiado; sobre todo, merece ser leído.

Nacido en Sevilla el 7 de agosto de 1897-en la calle Dueñas, 11, a las espaldas del Palacio cuyo huerto y patio claro con limonero evocó Machado en su célebre poema-, desde muy pequeño acompañó a su padre a la redacción del periódico El Liberal en el que trabajaba. La fascinación de sus primeras visitas a esa redacción atestada de humo y las máquinas de impresión del rotativo impregnaron su pasión por el periodismo; germinaba así una semilla que daría sus frutos convirtiendo a Manuel Chaves Nogales en el gran periodista que conocemos hoy.

En su ciudad natal comenzó su andadura trabajando para El Noticiero Sevillano. Después vino Córdoba (La Voz) hasta que, finalmente, se trasladó a vivir a Madrid junto a su mujer e hija en 1925. En el Heraldo de Madrid fue corresponsal en París, ciudad en la que coincidió con otro de los grandes del periodismo español: César González-Ruano. En 1927 obtuvo el premio periodístico más prestigioso de España –Mariano de Cavia– con un reportaje sobre Ruth Elder, la primera mujer que cruzó en solitario el océano Atlántico en avión. Con la llegada de la II República en 1931, dirigió el periódico Ahora. Este “pequeño burgués liberal”, como se define él mismo en el prólogo de A sangre y fuego, es el digno ejemplo de la ecuanimidad y defensa de la libertad y la democracia en una época en la que, en boca de uno de sus personajes «su causa, la de la libertad, no había nadie que la defendiese en España».

Su trabajo en Ahora –que lo colocó rápidamente como el de más tirada nacional- hasta 1937, fecha en la que tuvo que exiliarse a París a causa de la Guerra Civil, es una muestra del mejor periodismo caracterizado por su concepción de este como un oficio de contar y no de “pontificar”. Su amistad con Azaña y su fervor por la II República nunca le impidieron denunciar, al igual que hizo con el fascismo, los desmanes del comunismo. Jamás se lo perdonaron ni los unos ni los otros. Su obsesión por contar los hechos y dejar que el ciudadano se formase una opinión es una quimera inalcanzable hoy en día en el panorama periodístico español. Resulta desolador comparar a Chaves Nogales con el paisaje abrupto de periodistas actuales. Siguiendo al gran Indro Montanelli, podríamos decir que hoy sobran propagandistas y faltan periodistas.

Permaneció en París, la ciudad de la luz, hasta que en 1940 las tropas nazis apagaron las luces de la ciudad anunciando su macabra presencia. La Gestapo buscaba a Chaves Nogales desde que entrevistó a Goebbels y le dedicó adjetivos como ridículo, estrafalario o grotesco. Envió a su mujer y a sus hijos a España y él se refugió en Londres, donde fundó su agencia de prensa (The Atlanctic Pacific) y colaboró con la BBC. El destino fue tan cruel con él, quien tanto ansió la libertad de Europa, que le impidió ver la victoria de los aliados sobre la barbarie nazi. Murió en la capital inglesa en mayo de 1944 con tan sólo 46 años.

Hoy, mientras se recupera su obra gracias a la labor de Andrés Trapiello, Muñoz Molina o Pérez-Reverte, en una tumba sin nombre – “¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”, como escribió Bécquer-, el frío, el calor, la nieve, los días primaverales, el viento y la indiferencia acompañan a Chaves Nogales en el cementerio londinense de North Sheen. “Allá, allá lejos; / donde habite el olvido”.