Supersubmarina: bailar con la muerte no es buen plan

El 14 de agosto de 2016 la muerte quiso sacar a bailar a Supersubmarina. El grupo de moda de entonces estaba compuesto por cuatro amigos de Baeza, veinteañeros, que vivían la mejor época de su vida haciendo lo que más les gustaba y con un éxito rotundo. Y bailar con la muerte no es buen plan, le cantó  Supersubmarina ese día. 

Los componentes de Supersubmarina se bajaron del escenario de su último concierto en el Medusa Festival y pusieron rumbo a su ciudad natal. Pope, el bajista del grupo, se quedó dormido y su vehículo chocó frontalmente con una furgoneta. Cada uno vivió su duelo cómo pudo o supo y el grupo de amigos se distanció.  El dolor no sólo era físico. La angustia, la depresión e, incluso, las ideas suicidas estaban presentes donde antes sólo había éxito. Finalmente, poco a poco, el grupo volvió a unirse mientras cada uno rehacía su vida.

Que todo es efímero, que la vida pasa en un segundo y que la muerte te acecha cuando menos te lo esperas suena a tópico. Si tienes veinte años y la vida te sonríe, más que un tópico parece ciencia ficción. Supersubmarina comprobó que ni es tópico ni ciencia ficción: es real. Y cruel, muy cruel.

Algo que sirva como luz es la historia de Supersubmarina recogida en un libro de Fernando Navarro. Con motivo de su publicación, el autor habló con ellos sin tapujos sobre todo lo que rodeó al accidente, sus relaciones personales mermadas después y recuperadas ahora y sus planes de futuro. Impresiona mucho escuchar al cantante, José “ Chino”, que no recuerda lo que es subirse al escenario. Ha tenido que aprender a hablar, a andar, a cantar… Ha tenido que aprender a vivir.

Supersubmarina me recuerda la historia de Viktor Frankl. Frankl era un prestigioso psiquiatra de origen judío que vivía en Viena al que los nazis deportaron en 1942 a varios campos de concentración, entre los que se encontraba Auschwitz. En ese momento disfrutaba de una vida familiar y profesional exitosa que se vio de repente interrumpida por el fanatismo y la barbarie nazi. Su lucha por sobrevivir quedó plasmada en su libro El hombre en busca de sentido.  Sus padres y su mujer también fueron deportados, pero murieron todos.

El hombre en busca de sentido es un relato de sus años en los campos de concentración en el que se pregunta cuál es el sentido de la vida. Escribió Albert Camus, en El mito de Sísifo, que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena es responder a la pregunta fundamental de la filosofía». Seguramente, en sus momentos más oscuros, desprovistos de todo lo que un día tuvieron, muchos de los miembros de Supersubmarina se harían esta pregunta: ¿Vale la pena vivir?

Para Viktor Frankl, por muy duras o difíciles que sean las circunstancias que atravesemos, siempre tendremos la libertad de qué actitud adoptamos ante esas adversidades. Es esa actitud la que nos hace superar momentos muy complicados y es ahí donde radica el éxito.

A la pregunta de Camus, Supersubmarina responde cantando:

«Siendo tan eterno este momento

¿Cómo me voy a querer morir?

Para quedarme sin ti

Y bailar con la muerte no es buen plan
Yo prefiero que me mates tú a bailar
Y bailar con la muerte no es buen plan
Yo prefiero que me mates tú a bailar…«

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¡Alirón, alirón, el Athletic es campeón!

Villa de Bilbao. Gran Vía. Palacio de la Diputación Foral de Bizkaia. Siete en punto de la mañana. Unos turistas recién aterrizados en autobús se mezclan con algunos supervivientes de una noche de copas. A estas horas, Bilbao, que para eso es Bilbao y puede ser lo que quiera, no se parece en nada a su fundador: Diego López de Haro. Bilbao ahora mismo lleva por título una película de Garci: Solos en la madrugada.

Suena el móvil. “Lo siento, nosotros estamos a 15 kilómetros de Bilbao y tenemos prohibido recoger a clientes allí”. Alguien se ha equivocado de número de teléfono y esta vez no he sido yo. Soy otro chimpancé con móvil que busca una parada de taxis en Google Maps. Nos toca correr a mi amigo Pedro y a mí si no queremos perder el avión. La banda sonora la pone Antonio Flores: ¡Oh, oh, Gran Vía… llevas aquí casi toda la vida…!

La ciudad de la industria, de la burguesía con sombreros de copa, del humo de las chimeneas, de Horacio Echevarrieta, del siglo XIX, del Banco Bilbao y del Bizkaia; la ciudad del Teatro Arriaga, del hotel Carlton, de Napoleón y del general Zumalacárregui; del Barrio de Deusto, de los jesuitas y de los carlistas; del Tilo del Arenal donde Unamuno escribía sonetos de amor a Concha Lizárraga y al que Blas de Otero le cantaba con sus versos. Sestao, la Ría del Nervión y los astilleros desaparecidos, la Plaza Nueva, el Casco Viejo, los pintxos y las Siete Calles, el Mercado de la Ribera y la estación de la Concordia, la Catedral de Santiago de Bilbao, la Catedral de San Mamés y el Athletic de Bilbao

Bilbao es todo eso y mucho más. Lo mejor del viaje, de Bilbao, es la amabilidad, amistad, respeto, saber estar, humildad, elegancia, esfuerzo, valentía y energía de la familia que nos ha invitado a pasar un fin de semana en esta ciudad, una parada más del Camino de Santiago. Allí, en una de sus etapas, acompañado por mis fieles escuderos Diego y Pedro, conocimos a uno de los miembros de la familia. “Cuando juegue el Almería en Bilbao, os puedo conseguir entradas para a verlo en San Mamés”. Dicho y hecho. Uno, que siempre ha admirado la belleza de ese pedazo de obra de arte que ha diseñado César Azcárate llamada San Mamés -un estadio coqueto, elegante como la ciudad que lo acoge-, no se lo pensó mucho y en Bilbao se plantó.

Ser del Athletic no es ser de un equipo cualquiera, ser del Athletic es profesar una religión. Y, como en toda religión, hay unos ritos que respetar: la camiseta, la bufanda, los cánticos en la calle Poza… A ser del Athletic te enseña tu abuelo cuando eres un niño de apenas un año al que te han puesto la camiseta y sonríes cuando suena el himno. Cuando todavía no sabes hablar, tan sólo balbuceas papá, mamá y … Athletic.

Cientos de niños sueñan en Lezama con jugar en San Mamés. Miles y miles de niños lo han intentado, lo intentan y lo seguirán intentado, pero sólo llega uno. Con tan sólo 14 años, uno de esos niños tuvo que dejar su casa, a sus padres e irse a vivir a Bilbao con una familia. Hoy el niño ha crecido y ya es un hombre que se ha convertido en el portero titular del Athletic y de la Selección Española. Unai Simón es admirado por lo que hace en el césped y querido por su forma de ser cuando está fuera del césped. Detrás de eso hay mucho esfuerzo, disciplina, constancia, entusiasmo, energía, una familia que te apoya y te enseña unos valores, momentos duros e imagino que, como todo en la vida, también algo de suerte. Su nombre, Unai, significa en vasco, “el que cuida las vacas”, “pastor de ganado”, “el primogénito”. Parece que ya estaba destinado a ser “el que cuida a los leones de San Mamés”.

Arenal de Bilbao. Siete y veinte de la mañana. Dire Straits nos da la bienvenida en el taxi y eso es muy buen augurio. El taxista, muy amable y educado, nos cuenta que él también hizo el Camino de Santiago con su novia en el 94. La Magia del Camino continúa mientras dejamos Bilbao con destino al aeropuerto. Le decimos que hemos visto el partido en el mejor sitio de San Mamés y, sobre todo, con los mejores anfitriones. Es ahí cuando nos suelta: “¿Vosotros sabéis de dónde proviene la palabra alirón, cantar el alirón?” No hizo falta responderle que no, que no teníamos ni idea, para que nos contase que cuando vinieron los ingleses a trabajar a las minas de hierro en el siglo XIX a Vizcaya, en el momento en que encontraban una veta de hierro, el capataz colgaba un cartel en la puerta de la mina con las siguientes letras en inglés: “All iron” (todo hierro). Era la forma de certificar que era hierro puro, sin mezcla, lo que significaba para esos trabajares que ese día cobraban el doble y lo celebraban cantando “All Iron”. Los oriundos, que no sabían inglés, lo festejaban cantando “Alirón”.

Volveré a Bilbao, volveré a tomar pintxos y a la terraza del Gran Hotel Domine viendo el Guggenheim. Volveré a visitar a esta familia maravillosa. Sí, volveré a San Mamés, esta vez acompañado de mi bufanda de la abuela del Athletic. Sí, esta vez sí, para cantar eso de “¡Alirón, Alirón, el Athletic es campeón!”.

Soy un verano que se está yendo

“¡Ah del verano…! ¿Nadie me responde? / Soy un fue, y un será, y un verano pasado”. Llega hasta mis oídos el sonido lejano de los huesos de Quevedo retorciéndose en su tumba de la iglesia de San Andrés de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real). No hablo del autor del éxito del verano pasado, Quédate, que también se llama Quevedo, pero no lleva -la vida son matices y este es importante- casi 400 años enterrado.

Que uno de los mejores poetas de la historia de la literatura universal, el autor de los más bellos poemas de amor jamás escritos (“su cuerpo dejará, no su cuidado / serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”) vea cómo un mindundi como yo le estropea uno de sus grandes sonetos sólo tiene un propósito: conseguir que me escriba un poema satírico la mitad de bueno de los que le dedicaba a Góngora. Deseos de cosas imposibles, creo que La Oreja de Van Gogh tituló así una muy buena canción.

La lluvia de septiembre, la luz apagada que entra en mi habitación mientras se cuela por la ventana el mar cabreado porque esto se acaba ya y el viento sin perfume de mujer y sin olor a crema solar ni a sal en mi piel, es demasiado cruel: soy un verano que se está yendo. Como se fue aquella chica de la playa, Paula, que no veré jamás, como se fueron las verbenas hasta las tantas en los pueblos de mar, como se fueron los amaneceres y los atardeceres…

En el verano todo es más, mucho más.  Si en invierno te enamoras, pongamos, por ejemplo, lo normal, unas siete veces al día, en verano te enamoras unas diecisiete veces; si en invierno te acuestas a las diez, llega el verano y te dice: hoy te tomas el Martini a las diez y después cenas; si en invierno te bebes una copa de vino, el verano sube la apuesta: ponga una botella, por favor, que para eso soy el verano.

El verano siempre despierta en ti aquello que duerme escondido en el invierno. No quiere salir porque hace frío y no hay una chimenea encendida, pero está ahí, agazapado, aguardando el sol de julio que dore tu piel, que te haga sentir una persona en medio de esta jauría humana y que brille lo suficientemente fuerte como para ser valiente hasta encontrar la palabra exacta para la mujer exacta.

Lo bueno del verano es que siempre hay otros veranos. ¿Lo mejor? Lo mejor del verano es que es efímero, como la felicidad. La felicidad es un sí cuando creías que te iban a decir que no, una noche de agosto en el mar iluminado por la luna llena y por ella. La felicidad es saberse mortal y que un día habrá que recoger la toalla y la crema solar porque somos las huellas de la arena que el mar se encarga de borrar.

Llega hasta mis oídos el sonido lejano de la música de la casa de al lado: “Quédate. Que las noches sin ti duelen / Que ya no quiero nada / Que no sea contigo”. Se va el verano, pero nos queda Quevedo, el mismo que tiene 21 años y no lleva 400 años enterrado. Verano, quédate un poco más, que ya no quiero nada que no sea contigo.

Nuestro Arlington español

En el cementerio de Arlington (Virginia, EE.UU.) están enterradas personas consideradas héroes para la sociedad norteamericana. La participación en la II Guerra Mundial, su lucha por la igualdad de derechos o la ocupación de la presidencia del país, constituyen algunos de los méritos para descansar eternamente entre su hierba. En muchas de sus tumbas existe, además, una antorcha de fuego -metáfora de la libertad- siempre encendida. Ocurre, por ejemplo, con la tumba de John F. Kennedy, visitada a diario por cientos de personas.

En nuestro país, no conozco ningún cementerio dedicado exclusivamente a la memoria de nuestros héroes. Sin emabargo, sí conozco la guerra de esquelas de nuestros periódicos sobre los dos bandos de la guerra civil, la división entre las propias víctimas del terrorismo o la apología del terrorismo que en el Parlamento Vasco hacen algunos grupos parlamentarios, por no hablar de la nauseabunda imagen que vemos en muchos pueblos del País Vasco con homenajes a los asesinos en una infamia a las víctimas sin precedentes en cualquier democracia liberal.

Aducirán algunos que en España no tenemos héroes que lucharon por la libertad como por ejemplo hicieron los soldados norteamericanos o ingleses en la II Guerra Mundial. Falso. Rotundamente falso. Si bien es cierto que España no participó en la II Guerra Mundial, no tenemos que remontarnos tan lejos para encontrar a grandes héroes que dieron todo por la libertad. Me refiero, por supuesto, al casi millar de víctimas asesinadas vilmente por la banda terrorista ETA.

Las víctimas del terrorismo representan lo mejor de nuestra sociedad: su lucha titánica e inquebrantable por la libertad y la dignidad es el espejo en el que deberíamos mirarnos a diario como un soplo de esperanza en estos tiempos en los que el relativismo impera ya casi apenas ya sin resistencia alguna.

En cuanto a las víctimas, unos, nos sonarán más, de muchos, ni siquiera sabremos sus nombres; pero lo que es seguro es que a todos les honraremos y reconoceremos por igual.

Hay atentados que uno recuerda a la perfección. Me referiré sólo a un par de ellos que definen sobremanera a unos asesinos de unos héroes. ¿Quién no se acuerda del asesinato de Miguel Ángel Blanco?

El día 10 de julio de 1997, Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua se dirigía trabajar. El trayecto que le separaba era el de pasar de la vida a la muerte. Subió a un tren -el de la vida- que nunca pudo volver a coger: una banda de asesinos le secuestró. ETA había decidido que Miguel Ángel Blanco sería un medio de presión para el gobierno de Aznar. Si se cumplía el chantaje de los asesinos -acercamiento de presos etarras a las cárceles del  País Vasco antes de las 16:00 horas del sábado 12 de julio- le dejarían en libertad. El Gobierno no claudicó y ETA lo asesinó. Como respuesta a tan cobarde y vil asesinato, la sociedad española, indignada no sólo con ETA sino también harta de la retórica de los fariseos nacionalistas con los terroristas –“Ellos mueven el árbol y nosotros recogemos las nueces” (Arzallus dixit)-, se manifestó por todas las ciudades de España proclamando un grito unánime -¡Basta Ya!- en defensa de la libertad, naciendo así el Espíritu de Ermua.

Aquel día, la sociedad española salió sin miedo a la calle exigiendo libertad y clamando justicia.

Aquel día, por primera vez en España hubo gente que se despojó del miedo y del silencio y se vistió de valor y honor.

Aquel día, había muerto Miguel Ángel Blanco pero había nacido un gran héroe para España.

En paralelo al asesinato de Miguel Ángel Blanco existe una imagen que nunca se podrá borrar de mi mente. Se trata del cuerpo yacente del periodista José Luis López de Lacalle. Un sábado 7 de mayo de 2001, como cada fin de semana, López de Lacalle salió de su casa de Andoaín  para tomar café en un bar cercano. Cuando regresaba a su domicilio, un asesino de ETA le disparó dos veces en el pecho y cuando ya estaba en el suelo  le remató con dos tiros en la nuca. La imagen -el cuerpo sin vida de López de Lacalle tendido en el suelo junto a sus ocho periódicos diferentes que había comprado y un paraguas- es el fiel reflejo de cómo ETA asesina por pensar, por leer, por ser tolerante, por, en definitiva, defender la libertad. Sangre derramada por quien quiere vivir en paz, en libertad y en su tierra: el País Vasco. Siempre habrá una pluma dispuesta a denunciar la frivolidad con la que algunos olvidan que representan a la nación española.

No sé si habría que encender una antorcha de fuego a todos los asesinados por ETA o construir un cementerio dedicado exclusivamente a su memoria. Lo que sí sé es que siempre les recordaremos y ellos serán el motivo y la causa para no rendirnos nunca en nuestra batalla por recordar a tantos compatriotas cuya sangre no puede ser olvidada y mucho menos mancillada por los asesinos y los cómplices de los asesinos.

La antorcha encendida de la libertad ha pasado a nuestras manos. Nosotros, y sólo nosotros, somos responsables de preservar inmaculada y transmitir esa misma antorcha a las nuevas generaciones. No podemos vacilar en esta tarea ni un sólo instante. Si cumplimos con nuestro deber, siempre podrán decir que esta- parafraseando a Churchill- fue nuestra hora más gloriosa. De lo contrario no sólo no habremos cumplido con nuestro cometido sino que, además, habremos escrito una de las páginas más tristes de nuestra historia. Páginas, no lo olviden, que llevarán nuestros nombres y apellidos. Yo no estoy dispuesto a ello y espero que ustedes tampoco. Nosotros, y sólo nosotros, somos los responsables de que esa llama de fuego permanezca viva eternamente.

Chaves Nogales: el oficio de contar y no de pontificar

Manuel Chaves Nogales es, sin temor a equivocarme, uno de los mejores periodistas que ha dado España en el siglo XX. El autor de, entre otros libros, Juan Belmonte, matador de toros; su vida y sus hazañas y A sangre y fuego merece ser reconocido y estudiado; sobre todo, merece ser leído.

Nacido en Sevilla el 7 de agosto de 1897-en la calle Dueñas, 11, a las espaldas del Palacio cuyo huerto y patio claro con limonero evocó Machado en su célebre poema-, desde muy pequeño acompañó a su padre a la redacción del periódico El Liberal en el que trabajaba. La fascinación de sus primeras visitas a esa redacción atestada de humo y las máquinas de impresión del rotativo impregnaron su pasión por el periodismo; germinaba así una semilla que daría sus frutos convirtiendo a Manuel Chaves Nogales en el gran periodista que conocemos hoy.

En su ciudad natal comenzó su andadura trabajando para El Noticiero Sevillano. Después vino Córdoba (La Voz) hasta que, finalmente, se trasladó a vivir a Madrid junto a su mujer e hija en 1925. En el Heraldo de Madrid fue corresponsal en París, ciudad en la que coincidió con otro de los grandes del periodismo español: César González-Ruano. En 1927 obtuvo el premio periodístico más prestigioso de España –Mariano de Cavia– con un reportaje sobre Ruth Elder, la primera mujer que cruzó en solitario el océano Atlántico en avión. Con la llegada de la II República en 1931, dirigió el periódico Ahora. Este “pequeño burgués liberal”, como se define él mismo en el prólogo de A sangre y fuego, es el digno ejemplo de la ecuanimidad y defensa de la libertad y la democracia en una época en la que, en boca de uno de sus personajes «su causa, la de la libertad, no había nadie que la defendiese en España».

Su trabajo en Ahora –que lo colocó rápidamente como el de más tirada nacional- hasta 1937, fecha en la que tuvo que exiliarse a París a causa de la Guerra Civil, es una muestra del mejor periodismo caracterizado por su concepción de este como un oficio de contar y no de “pontificar”. Su amistad con Azaña y su fervor por la II República nunca le impidieron denunciar, al igual que hizo con el fascismo, los desmanes del comunismo. Jamás se lo perdonaron ni los unos ni los otros. Su obsesión por contar los hechos y dejar que el ciudadano se formase una opinión es una quimera inalcanzable hoy en día en el panorama periodístico español. Resulta desolador comparar a Chaves Nogales con el paisaje abrupto de periodistas actuales. Siguiendo al gran Indro Montanelli, podríamos decir que hoy sobran propagandistas y faltan periodistas.

Permaneció en París, la ciudad de la luz, hasta que en 1940 las tropas nazis apagaron las luces de la ciudad anunciando su macabra presencia. La Gestapo buscaba a Chaves Nogales desde que entrevistó a Goebbels y le dedicó adjetivos como ridículo, estrafalario o grotesco. Envió a su mujer y a sus hijos a España y él se refugió en Londres, donde fundó su agencia de prensa (The Atlanctic Pacific) y colaboró con la BBC. El destino fue tan cruel con él, quien tanto ansió la libertad de Europa, que le impidió ver la victoria de los aliados sobre la barbarie nazi. Murió en la capital inglesa en mayo de 1944 con tan sólo 46 años.

Hoy, mientras se recupera su obra gracias a la labor de Andrés Trapiello, Muñoz Molina o Pérez-Reverte, en una tumba sin nombre – “¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”, como escribió Bécquer-, el frío, el calor, la nieve, los días primaverales, el viento y la indiferencia acompañan a Chaves Nogales en el cementerio londinense de North Sheen. “Allá, allá lejos; / donde habite el olvido”.