Agua Amarga

Existen muchas formas de llegar a Agua Amarga: la buena, la mala y la única válida. Confieso ser un fiel seguidor de la única válida. De forma que se ha convertido ya en un rito ineludible subir el volumen del reproductor de música del coche mientras vislumbro el otrora pequeño pueblo pesquero del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar hoy convertido en uno de los enclaves turísticos más conocidos de Almería que asombra al mundo entero por la belleza de sus casas blancas adornadas de buganvillas junto a playas y calas hermosas.  La canción elegida no puede ser otra: Agua Amarga, compuesta por José González Grano de Oro, el alma mater del grupo almeriense -de Cuevas del Almanzora- Los Puntos.

Mientras suena este bello tema (“dame un poquito más. Dame de beber, un poco más de ti…”) me afano y me entrego al bello arte del cante creyéndome Pavarotti en La Scala de Milán. Y repito, una y otra vez, con auténtica devoción, mientras fijo la mirada en el Mar Mediterráneo, eso de “déjame calmar mi sed. Oh, déjame. Dame de tu agua, dame, dame más, Agua Amarga…”.

El aire del Mare Nostrum me invita a abrir las ventanillas de mi coche. Como un niño asombrado y absorto por todo lo que descubre por vez primera, mi mirada queda deslumbrada ante esta luz tan especial que irradia Almería. Es la luz más alegre que yo he conocido. Jesús de Perceval y todos los pintores que le siguieron en el «Movimiento Indaliano» la inmortalizaron con sus lienzos y nadie, jamás, les ha superado.

Atravesar las calles de Agua Amarga con casas encaladas de blanco y puertas y ventanas vestidas de azul cuando el galán de noche y el jazmín perfuman sus noches de verano, es otro rito que jamás dejo escapar. Y, como no sólo de belleza vive el hombre, comer en el bar “La Plaza” es de obligado cumplimiento. Ir con Cristina es sinónimo de no reservar. Ella se encarga de decirle a Pedro, el dueño, que estamos allí y él nos acoge en su casa con una exquisita amabilidad peregrina. Barra de chapa, mesa alta, cerveza, vino blanco, gambas de garrucha y María, Diego, Pedro, Javi, Kiko… brindando al unísono: “¡Qué viva Almería y la madre que nos parió!”

La playa de Agua Amarga (nombre que proviene del árabe Al-hawan, que significa localización de agua) es pequeña, coqueta y nada ostentosa. Cuenta con dos de las mejores calas de Cabo de Gata, la del Plomo y la de Enmedio, y continuamente te incita a adentrarte en sus aguas. Son las mismas aguas a las que siglos atrás llegaban quienes soñaban con veranos eternos y anhelaban momentos abundantes de alegría, luz y buena compañía. Pero también ellos, un día, como Gil de Biedma, descubrieron “que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde:/ (…) Pero ha pasado el tiempo/ y la verdad desagradable asoma:/ envejecer, morir,/ es el único argumento de la obra.”

Sé bien que llegará ese único argumento de la obra. La vida se reduce a eso.  Mientras tanto, no me resisto a seguir disfrutando del estío en Agua Amarga. No quiero ser marinero en tierra sino brisa marina que recorre el agua salada. Marinero de muchas batallas ganadas y una sola perdida: la de dejarme llevar por los cantos de sirena con piel morena y ojos verdes.  Mientras exista una mujer hermosa, habrá poesía, que escribió Bécquer.

El sol se ha puesto en Agua Amarga. Me recuerda que la felicidad es efímera. Vuelvo a bajar las ventanillas de mi coche. La felicidad tiene nombre de canción: suena Agua Amarga.

 (Deja que me acerque a ti, mírame sediento, sabes que no miento… Déjame un poco más, deja mi sed saciar. Dame de tu agua.  Dame, dame más, Agua Agamarga….

Agua Amarga es amarte sin techo, es quererte sin tener derecho, perdido tras tu mirada, pero quiero más, Agua Amarga. Dame, dame más, Agua Amarga…”).

Diego Ventaja Milán, el Pastor que dio su vida por sus ovejas

30 de agosto de 1936. El calor insoportable, el hacinamiento y la falta de ventilación del barco prisión “Astoy Mendi” atracado en el puerto de Almería impedían conciliar el sueño. Tras irrumpir con gritos y leer una lista, unos veinte hombres fueron introducidos en una camioneta obedeciendo las órdenes del jefe de comité de presos. Alrededor de las 3 de la mañana salieron de Almería. El “paseo” tenía destino: el barranco del Chisme, en Vícar.

Entre los presos se encontraba el que apenas un año antes había sido designado Obispo de Almería por el Papa Pio XI: Diego Ventaja Milán. Nacido en Ohanes el 22 de junio de 1880, era hijo de una familia humilde: su padre era fragüero y su madre ama de casa. El pequeño Diego siempre destacó por su gran inteligencia y simpatía. Era un niño muy despierto en el que sus maestros se habían fijado. Sus padres querían ofrecerle lo mejor y vendieron lo poco tenían para irse a Granada y darle estudios a su único hijo.

La llegada a Granada fue muy complicada. El trabajo no terminaba de llegar. “Durante dos meses pedí limosna con mi madre en la puerta de la Catedral de Granada”, dijo el día de su entrada como Obispo de Almería recordando esos momentos de sacrificio de sus padres.

Diego Ventaja Milán siempre quiso ser sacerdote. Desde 1888 hasta 1894 estudió en el Colegio de la Abadía del Sacromonte. Sus excelentes notas y su buen comportamiento le hicieron acreedor de una beca con la que se costeaba los estudios. En 1894 es enviado a Roma, encargándose de pagar todos sus estudios eclesiásticos el Colegio de la Abadía del Sacromonte. Instalado en Roma, queda impresionado por la belleza de la ciudad y muy pronto se adapta y le encanta su nueva vida en el Colegio Español de San José. Alumno de la Universidad Gregoriana, es ordenado sacerdote el 21 de diciembre de 1902 y, tras ocho años en la ciudad eterna, regresa a España.

En la Abadía del Sacromonte será profesor y Canónigo de su Cabildo hasta 1917. Colaboró en las Escuelas del Ave María, dirigiendo las mismas tras la muerte de su fundador Andrés Manjón. Finalmente, el día 1 de mayo de 1935, Pío XI promueve a Diego Ventaja Milán a la sede de Almería.

Sus homilías atrajeron desde un principio a sus fieles por su brevedad, su cultura y su claridad. “Es un hombre de Dios, un santo”, salían diciendo quienes le escuchaban. La humildad de Don Diego, que era como le conocían todos, fue constante en su vida. El que fuera párroco de Chirivel en 1935, Francisco Sánchez Egea, da testimonio de ello. Cuenta que, tras visitar la parroquia, después de los actos con los fieles, Don Diego dedicaba un tiempo a estar a solas con el cura y a preguntarle por cómo se encontraba en todos los aspectos. Tras repasar los libros sacramentales del archivo, se arrodilló en el suelo para firmarlos, ante lo que Francisco Sánchez Egea espetó: “Pero, ¿qué hace, señor Obispo?” Y él le respondió: “yo el trabajo de mis curas lo firmo de rodillas”.

Hombre de absoluta confianza en Dios, dejó escrito: “No escuchéis la voz del mundo, sino la voz de Jesús que calma las tempestades, sana todas las enfermedades, alivia los dolores, aleja todo el mal, multiplica las cosas buenas, disipa los errores, ilumina todos los caminos, y conduce al cielo”.

Colocados en fila los presos sobre el borde del barranco del Chisme, el Obispo de Almería pidió permiso para hablar. Dijo que no había hecho nada para que lo matasen, pero que a pesar de eso los perdonaba a todos, para que Dios lo perdonara a él y que fuese su sangre la última que se derramara. Tan sólo un mes antes unos ciudadanos británicos le ofrecieron dejar la ciudad en un buque de guerra  y Don Diego se negó diciéndoles: “El Pastor debe estar con sus ovejas”. (“Yo soy el Buen Pastor, que da su vida por las ovejas” (Jn 10, 11).

¿Hasta cuándo abusarás, Pedro Sánchez, de nuestra paciencia?

En su más que conocido discurso pronunciado en el año 63 a.C., el gran orador de todos los tiempos, Cicerón, le espetó a Catilina:” ¿Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?” (Quosuque tándem abutere, Catilina, patientia nostra?).

Lucio Sergio Catilina, político y gran militar romano, se había postulado para el cargo de cónsul después de haber sido pretor en África. Motivos de forma y denuncias de abuso de poder impidieron que lograse su objetivo, a pesar de que luego fue absuelto. El propio Cicerón defendió ante el tribunal al hombre que más tarde trataría de asesinarlo. Sin embargo, la sombra de la corrupción era demasiado alargada y los electores no lo olvidaron.  

Catilina -hombre de gran fortaleza de alma y cuerpo, pero de carácter malo y depravado, según dejó escrito Salustio– aglutinó entonces a todos aquellos hombres de la clase senatorial romana descontentos con la política de Pompeyo y del Senado, viró hacia posiciones extremadamente populistas y se fijó un objetivo: ser dictador de Roma. Para ello organizó una conspiración que perseguía asesinar a Cicerón.

No fue un milagro que Cicerón salvase su vida. Fluvia, la amante de un senador romano llamado Quinto Curio, sabía de la conjuración y se lo contó todo. Quinto Curio no dudó en advertir al magnífico abogado y político romano que existía una trama contra él y que su vida corría peligro, y así es como Cicerón y la República romana salvaron sus vidas.

Es entonces cuando Marco Tulio Cicerón pronunció, entre noviembre y diciembre del año 63 a.C., cuatro discursos que han pasado a la historia como excelsas piezas de oratoria imprescindibles (las Catilinarias). Catilina murió después de haber luchado contra el ejército de Antonio y, como prueba irrefutable de su muerte, se llevaron su cabeza cortada a Roma.

Son muchas las similitudes entre Pedro Sánchez y Catilina. El presidente del gobierno se encuentra herido de muerte por dos balas: la de la política y la de la de la justicia.

 En política, hemos visto cómo es capaz de aguantar frente a todos y de seguir peleando cuando nadie apostaba por él. Para ello no ha dudado, al igual que hiciera Catilina, en adoptar una política populista y rodearse de todos los grupos parlamentarios descontentos con el por aquel entonces gobierno de Rajoy. Erigiéndose en portador de la lucha contra la corrupción, en el remedio del hartazgo de los españoles con la trama Gürtel y en la encarnación de la más absoluta honradez, llegó al poder tras ganar una moción de censura el 1 de junio de 2018.

El iter judicial de Sánchez no es nada halagüeño. Tiene a su mujer investigada, a su exsecretario de Organización a punto de serlo, a su hermano y, por si fuese poco, Aldama soltó una bomba de relojería en su última declaración ante el juez señalando que el otrora luchador infatigable contra la corrupción conoce toda esta trama que implica también a varios ministros y cargos del partido acusados de sobornos. Hoy, no es descabellado pensar que Pedro Sánchez acabará siendo investigado. Mientras tanto, seguirá aferrándose al poder diciendo que todo es falso y que no hay que dar credibilidad a presuntos delincuentes como Aldama. El problema es que nuestro presidente no es, precisamente, sincero. Los españoles sabemos que es un mentiroso cuya palabra no vale más que la de Aldama. Así de triste a la par que de real.  

La presunción de inocencia que han de tener todos los investigados en este escándalo que acecha al gobierno no es incompatible con denunciar este esperpento de la política española y del gobierno. Soy muy escrupuloso, por amor a la justicia y a mi profesión, con los procesos judiciales y con las garantías procesales. Creo firmemente en la inocencia de cualquier persona hasta que no se demuestra lo contrario en un juicio justo que acaba en sentencia firme.  Ahora bien, van encajando muchas piezas sueltas de un puzzle que tiene una pieza esencial y tenemos que dejar que los jueces, independientes, hagan su trabajo y luego aceptar el resultado cualquiera que éste fuese.

Esa presunción de inocencia no es tampoco incompatible con señalar la grave crisis institucional, nacional y social que sufre nuestro país.

Cuando tenemos un gobierno sustentado por quienes quieren destruir España; cuando tenemos un gobierno que intenta destruir la separación de poderes; cuando tenemos un gobierno que, en lugar de solucionar los problemas de los españoles, los divide con historias de abuelos (que todos hemos tenido y en diversos bandos) de la Guerra Civil, estamos más que legitimados para denunciar una y otra vez esta absoluta traición a la nación española incumpliendo la jura o promesa que los ministros y el presidente hicieron al ser nombrados. Si a ello le sumamos la ciénaga de escándalos que conocemos día a día, entonces sí, como Cicerón, los españoles decimos:  

¿Hasta cuándo abusarás, Pedro Sánchez, de nuestra paciencia?
¿Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros?
¿Cuándo acabará esta desenfrenada osadía tuya?

«Ich bin ein berliner» (Yo soy un berlinés)

Cuando aquel 11 de junio de 1963 -tan sólo dos años después de que el régimen comunista levantase el muro de Berlín– medio millón de berlineses se echó a la calle para escuchar el discurso del presidente Kennedy, fueron muy pocos los que imaginaron que, 26 años después, se cumplirían las palabras de esperanza en el advenimiento de la libertad con las que el joven presidente norteamericano finalizaba uno de sus mejores discursos.

No es de extrañar que, al terminar, JFK le dijese a su redactor de discursos: “No volveremos a tener un día como este en toda nuestra vida”. Los berlineses sí lo tuvieron: el 9 de noviembre de 1989. Ese día caía el muro de Berlín y se levantaba una etapa de libertad y reunificación en una Alemania cruelmente castigada por el nazismo y el comunismo.

“Ich bin ein berliner” fue la frase que pronuncié nada más llegar a la Estación Central de Berlín, mientras mis amigos Fernando, Pedro y Laura esbozaban alguna que otra sonrisa. Estábamos en Berlín. La majestuosa estación, a la que habíamos llegado desde el aeropuerto, me llevó a la mente la imagen del Berlín de Hitler y de la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo sería esa estación entonces? Aunque la actual se construyó en el año 2002, no muy lejos de allí se sitúan las ruinas de la Anhalter Bahnof desde donde no hace mucho tiempo miles de judíos eran obligados a coger los trenes de la vergüenza con destino a alguno de los campos de concentración de la ignominia.

Una vez instalados en nuestro hotel del barrio de Mitte y, tras algún que otro percance con la llave del baño, nos dispusimos a recorrer las calles de Berlín. Mientras que Fernando, como buen ingeniero, lo tenía todo planeado y se movía como si viviese allí desde hace 20 años, Laura imponía el sentido común y Pedro buscaba sitios donde hubiese fútbol y fiesta.

Alexander Platz fue nuestro punto de partida. Con sus 368 metros, la imponente Torre de televisión de Berlín estaba acompañada de un frío no menos impactante. Las hojas de color ocre amontonadas en el suelo cantaban Pasa el otoño, de Antonio Vega, mientras también en el suelo, a perpetuidad, leíamos los nombres incrustados en las placas de los judíos asesinados. Esa es Berlín, una ciudad de contrastes: lo mejor y lo peor en la misma tierra.

El Barrio Turco, la bohemia del Café Cinéma, las carantoñas de parejas en torno a una buena cerveza, fueron el prólogo de una gran comida devorando el currywurst, bebiendo cerveza y enamorando a la francesa de la mesa de al lado cuando entonamos Te amo, de Umberto Tozzi. Como si fuese Berlusconi, le espeté eso de “Io parlo l´italiano molto bene”.

Habíamos venido a ver Berlín, y bien que lo vimos durante tres horas y media. La Catedral, el Jardín de Recreo en el que Hitler congregó a un millón de personas, la Universidad Humboldt, el palacio Real de Berlín, el Chekpoint Charlie, el Monumento a los Judíos y la Puerta de Brandeburgo. La historia paseaba por unas calles que se apagaban poco a poco, sobre todo cuando vimos el lugar donde Hitler instaló su bunker.

Los ojos de una chica de Bilbao iluminaron Berlín aquella tarde. Iba en el mismo grupo que nosotros y al verla pronuncié en un perfecto alemán: “Achtung, achtung! “(¡Atención, atención!) He de volver a Bilbao…

Al día siguiente teníamos una cita con el Muro de Berlín. Y a mí me venían fragmentos del discurso de Kennedy: “Hay mucha gente en el mundo que realmente no comprende —o dice que no comprende— cuál es la gran diferencia entre el mundo libre y el mundo comunista. ¡Que vengan a Berlín! Una estupenda guía, española y de Granada, nos contaba cómo la gente, desesperada porque su casa tocaba en zona comunista cuando se estaba construyendo el muro, se tiraba desesperada por las ventanas. Mientras ella iba narrando, resonaban las palabras de JFK: “Hay algunos que dicen que el comunismo es el movimiento del futuro. ¡Que vengan a Berlín!”

En el momento en que nos situamos en la línea divisoria por donde pasaba el muro y la atravesábamos, le dije a la guía que qué fácil era cruzar ahora. Olvidamos que la libertad no es gratis. La libertad lleva a cuestas una mochila cargada de muerte, sufrimiento y despotismo. La libertad es el valor supremo de una sociedad democrática, abierta y tolerante como es la ciudad de Berlín.

Un frío helador nos despedía de la capital alemana. Ataviados con nuestros abrigos y nuestras bufandas, Fernando, Pedro, Laura y yo decíamos adiós a la ciudad acogedora, repleta de historia y cultura a la que habíamos llegado dos días antes. Y cuando subía por las escaleras del avión, como un flash, me venía la imagen de Kennedy en el Ayuntamiento de Berlín afirmando:
“Todos los hombres libres, dondequiera que vivan, son ciudadanos de Berlín. Y, por lo tanto, como hombre libre, con orgullo digo estas palabras: «Ich bin ein berliner».

Sí, yo soy un berlinés.

¡ Viva la Constitución!

Un frío miércoles de hace hoy justo 45 años –6 de diciembre de 1978– los españoles acudían a los distintos colegios electorales y otros centros de votación tras ser convocados a participar en el referéndum del Proyecto de Constitución que había sido aprobado el 31 de octubre de 1978 por el Congreso de los Diputados con 325 votos a favor. El recuento de los votos se prolongó hasta altas horas de la madrugada y el resultado fue un abrumador sí a la que se ha convertido en la octava Constitución de nuestro país desde el siglo XIX. Desde ese 6 de diciembre de hace 45 años, la Constitución de 1978 está siendo la más duradera de la historia de nuestro país después de la Constitución de 1876, que estuvo vigente 47 años.

Es innegable que en estos 45 años que lleva ya vigente, la Constitución de 1978 ha supuesto el período de mayor bienestar, seguridad, paz y progreso que ha vivido nuestro país. Hoy es, por tanto, un día para sentirnos orgullosos de un texto constitucional que ha sido el único de toda la historia de nuestro constitucionalismo que se votó y refrendó por todos los españoles.

Son muchos los homenajes que desde su aprobación ha recibido nuestra Carta Magna. Por su especial relevancia, merece ser destacado el que tuvo lugar el 6 de diciembre de 2018, cuando nuestro texto constitucional cumplía 40 años. Aquel día, el Congreso de los Diputados vivió un momento muy emocionante al reunir en el hemiciclo a todos los presidentes del gobierno de nuestra democracia que están vivos, a los Reyes eméritos Juan Carlos y Sofía y a los actuales Reyes de España junto a la Princesa de Asturias Leonor y su hermana Sofía. Pasado, presente y futuro al servicio de España se congregaban en la sede de la soberanía nacional.

Junto a todos ellos, además, se encontraban ocupando un lugar preferente los únicos tres “padres de la Constitución» que seguían vivos: Herrero de Miñón, Pérez-Llorca y Miquel Roca. Numerosas personalidades de la vida política y altos cargos del poder judicial asistían desde la tribuna de invitados a este acto solemne, pues en la política, como en la vida misma, si el fondo es muy importante siempre las formas no lo son menos.

Un fuerte y prolongado aplauso fue la bienvenida que, a modo de gratitud y en reconocimiento de su labor, recibió el Rey Juan Carlos I a su entrada en el Congreso acompañado de la Reina Sofía. La difícil tarea de Don Juan Carlos durante la Transición, su inteligencia a la hora de elegir a grandes colaboradores para tan difícil empresa en puestos clave y su firme decisión de ser el Rey de todos los españoles no merecían menos; la figura de Don Juan Carlos quedará siempre ligada a ese momento de la historia de España en que la reconciliación por fin se abría paso frente a la división de épocas anteriores. Su papel esencial, junto al de Adolfo Suárez, Torcuato Fernández-Miranda y tantos otros, es algo que nadie podrá negarle nunca.

Cuando vivimos en una época en la que por ciertos sectores se pone en tela de juicio todo lo que significó la Constitución; cuando algunos partidos políticos quieren, bajo el pretexto de reformar -siempre legítimo y legal-, directamente destruir el régimen constitucional del 78; cuando el consenso del que disfrutó nuestra «norma normarum» ni está ni se le espera, yo no puedo sino sentirme aún más orgulloso de ésta Constitución tan vilipendiada y reivindicarla como el mejor regalo que nos dieron a los españoles hace ya 45 años. Porque, como muy acertadamente señaló el Rey Felipe VI en aquel acto, “la Constitución es el gran pacto nacional de convivencia entre los españoles por la concordia y la reconciliación, por la democracia y la libertad”.

Tras sufrir casi 40 años de régimen franquista, por primera vez se dio voz a todos los españoles, pensasen como pensasen, y sobre la base de construir un nuevo período de libertad, democracia y concordia, se comenzó a trabajar en la redacción de la Constitución.

Pues, pacto nacional de convivencia, no lo olviden nunca, es reunir en una misma Cámara a Adolfo Suárez -quien había sido nada menos que secretario general del Movimiento Nacional- y a Santiago Carrillo– líder del Partido Comunista, partido que fue legalizado por el gobierno de Suárez. Hoy, muy al contrario, quienes ni vivieron la Guerra Civil ni tuvieron papel alguno en la Transición, nos dicen al resto de los españoles que todavía hay bandos, que todavía hay represores y represaliados, que todavía viven las dos Españas. Y yo me pregunto: ¿acaso todo eso no fue lo que, precisamente, se enterró durante la Transición y se culminó con la aprobación de la Constitución?

O aceptamos que la división, el rencor y el guerracivilismo pasaron a las hojas -tristes, muy tristes- de la historia de nuestro país durante la Transición, o esa división, rencor y guerracivilismo que algunos no han superado nos destruirá como una nación fuerte cuyos cimientos son y deber seguir siendo la libertad, la justicia y la igualdad de todos los españoles. No, no fue una Constitución cualquiera. Permítanme citar de nuevo a Su Majestad el Rey Felipe VI: “La Constitución es la primera que materializa la voluntad de integrar sin excluir; es la primera que no divide a los españoles, sino que los une, que los convoca para un proyecto común y compartido; para el proyecto de una España diferente, de una España nueva: de una nueva idea de España”.

Sólo siendo fieles a los valores que nos legaron los Padres de nuestra Constitución seremos capaces de construir una España basada en la unión y no en la división. Todo lo que se aparte de los valores superiores del ordenamiento jurídico propugnados por el artículo 1 de la Constitución, es decir, la justicia, libertad, la igualdad y el pluralismo político, será el caldo de cultivo de una división que producirá fracturas irreparables.

Quien les habla ha nacido, orgulloso de ello, en democracia y con la Constitución ya promulgada. Quien les habla ama profundamente la libertad como uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos, tal y como dejó escrito nuestro español más universal en «El Quijote». Quien les habla desea que, desde Almería hasta Finisterre y pasando por Madrid, Barcelona y todas las ciudades de España, un grito se extienda rápido y claro, como el agua clara. Ese grito -que resuene por siempre en la conciencia de quienes siempre defenderemos una España democrática y basada en la libertad e igualdad- queridos compatriotas, es este: ¡Viva la Constitución!

San Juan Pablo II, la luz del mundo en la tierra

«Ego sum lux mundi». Yo soy la luz del mundo. Con absoluta rotundidad y claridad, las palabras de Jesús siguen resonando en nuestros oídos y en nuestros corazones dos mil años después de ser pronunciadas.

Un mundo en el que el egoísmo, el narcisismo y el relativismo avanzan a la velocidad de la luz.

Un mundo en el que el dinero y lo material olvidan lo principal: lo espiritual.

Un mundo en el que hemos abandonado la principal razón de nuestra existencia: el amor.

Escribo estas palabras sin ser, ni pretender serlo, modelo de nada ni de nadie. Faltaría más. Bastante tengo yo con ser otro pecador. Llamadme fariseo e hipócrita y lo aceptaré plenamente, sin matices. Creo que estas -fariseo e hipócrita- son palabras dirigidas hacia mí que se ajustan con bastante fidelidad a la realidad.

Las escribo, en consecuencia, aceptando que yo formo parte de ese egoísmo, narcisismo y relativismo que imperan en nuestra sociedad. Siendo así, ello no impide que crea profundamente en esto: «Deus caritas est». Sí, Dios es amor. Como muy bien expresa la Primera Carta de San Juan: «Dios es Amor y quien permanece en el Amor permanece en Dios y Dios en él».

Son numerosas las veces, a lo largo de diferentes pasajes de los Evangelios, en que Jesús nos dice que el principal mandamiento de todos los cristianos es que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado. Con absoluta clarividencia, San Pablo, el gran evangelizador del mundo mediterráneo, se encarga de reafirmar esta idea en la primera carta a los Corintios al señalar que «si no tengo amor, no soy nada».

Pues bien: si Jesús nos exige que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado, es lógico preguntarse qué tipo de amor debemos practicar. El amor que espera Jesús de nosotros no admite gradación: se ama o no se ama. No se puede amar mucho, poco o nada; si se ama, se ama como Él nos amó -hasta tal punto que dio su vida por nosotros- o no se ama. Y, todo lo demás, sencillamente, no es amor.

Alguien que, a pesar de ser perseguido, vejado, insultado y, finalmente crucificado, perdona a quienes cometieron toda esta clase de tropelías contra él. A través del Evangelio según San Lucas, esta idea de amar por encima de todas las cosas queda perfectamente reflejada en las siguientes palabras de Jesús:

«Pero yo os digo a vosotros, los que me estáis escuchando: Amad a vuestros enemigos; haced el bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian. […] Y si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ¿qué mérito tenéis? […] Vosotros, en cambio, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada».

Este pasaje, sin duda uno de los más conocidos, es, a la vez, uno de mis preferidos. Creo firmemente que el ser humano no puede enfrentarse a lo largo de su vida a una dificultad mayor que no sea la de cumplir con este cometido. El carácter imperfecto, pecador y limitado inherente al ser humano hace que este, en la mayoría de las ocasiones, nunca pueda cumplir fielmente con el mensaje de Jesús. De ahí que nuestro mundo -lleno de arrogancia, egoísmo, narcisismo, relativismo y de violencia- esté necesitado de verdaderos líderes religiosos que sí cumplan con dicho cometido y sean el espejo en que mirarnos. O, si me lo permiten, y siguiendo con el inicio de este artículo: necesitamos luces que iluminen este mundo.

Una de esas luces fue Juan Pablo II. Durante los casi 27 años de su pontificado, su liderazgo en favor de la libertad y de la dignidad del ser humano, su innegable labor para que el cristianismo se extendiese a todas las partes del mundo (ha sido el Papa que más viajes ha realizado durante su mandato) y, por supuesto, su defensa férrea de los valores cristianos, han hecho que estemos ante uno de los personajes más influyentes del siglo XX. Tal ha sido su importancia que, incluso ateos reconocidos como el expresidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, han reconocido su liderazgo, afirmando el fallecido político ruso que «yo no soy católico, pero siento hacia él un profundísimo respeto y admiración» y aseverando: «He aquí un gran hombre, un verdadero líder».

El primer Papa polaco de la historia; aquel niño del que su madre siempre dijo que iba a ser alguien muy importante -hoy convertido en santo tras su canonización en 2014-; el mismo que tras sufrir un grave atentando en 1981 perdonó al autor del intento de su asesinato, es, ha sido y será para siempre la luz del mundo que Dios nos envió a la tierra. Hoy, 22 de octubre, se celebra su onomástica, así que es un buen pretexto para recordar una de sus frases: «No tengan miedo… abran de par en par las puertas a Cristo».

Abramos, pues, la puerta de nuestro corazón a Cristo, a pesar de vivir en un mundo egoísta, narcisista y relativista. Él, y solo Él, es la luz de este mundo. Al fin y al cabo, como bien dijo Virgilio, «el amor todo lo vence, rindámonos también nosotros al amor». La madre Teresa de Calcuta, la Santa amiga de los pobres y a la que San Juan Pablo II admiraba mucho, lo tenía muy claro: «Ama hasta que te duela. Si te duele, es buena señal».

Pues eso: que nos duela. Que nos duela mucho. Será muy buena señal para todos nosotros.

San Carlos de Foucauld, el hombre que se abandonó a Dios

Padre mío,

me abandono a Ti.

Haz de mí lo que quieras.

Lo que hagas de mí te lo agradezco;

estoy dispuesto a todo,

lo acepto todo.

Con tal de que Tu voluntad se haga en mí

y en todas tus criaturas,

no deseo nada más, Dios mío.

Pongo mi vida en Tus manos.

Te la doy, Dios mío,

con todo el amor de mi corazón,

porque te amo,

y porque para mí amarte es darme,

entregarme en Tus manos sin medida,

con infinita confianza,

porque Tú eres mi Padre.

Carlos de Foucauld

«Tan pronto como creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él». La vida de San Carlos de Foucauld da fiel testimonio de que vivió para Dios hasta el último de sus días en que fue asesinado. Desde la primera vez que vi la imagen de Carlos de Foucauld-yo no sabía que era ya beato- tuve muy claro que era un Santo. Cuando miré a sus ojos sólo pude contemplar una cosa: una mirada profunda, de alguien muy inteligente y rebosante de amor. Quien ve el amor en una persona, directamente ve a Dios porque Dios es amor.

El que en noviembre de 2005 fuera proclamado Beato por el Papa Benedicto XVI, finalmente fue canonizado el 15 de mayo de 2023 por el actual sucesor de San Pedro, el Papa Francisco.

Nacido en Estrasburgo el 15 de septiembre de 1858, procedente de una familia aristocrática, educado en valores cristianos -sobre todo hay que destacar la influencia de su madre y de su abuelo-, Carlos de Foucauld vio morir con sólo 6 años a sus padres y a su abuelo paterno; desde ese momento, él y su hermana María, de 3 años, quedaron bajo la tutela de sus abuelos paternos.

Siendo muy pequeño destaca ya por su inteligencia. Es un niño al que le gusta leer e introvertido. Poco a poco, sin embargo, se va alejando de la Fe. «A los 17 años era puro egoísmo. Estaba en la noche. No veía ni a Dios ni a los hombres: sólo estaba interesado en mí», confesaría a su prima María.

Tras ingresar en la Escuela Militar Especial de Sanint-Cyr y después de ser admitido en la Escuela de Caballería de Saumur, muere su abuelo. Tiene entonces 20 años, recibe una gran herencia y junto a su compañero de habitación, el marqués de Morés, se dedica a dar grandes fiestas donde no faltaban ni el alcohol ni las prostitutas. Más tarde se refirió a esta época de su vida diciendo que «más que un hombre yo era un cerdo».

En octubre de 1880 es destinado a Argelia, un país que le interesa mucho y le gusta. Mantiene una relación con una mujer, que, unida a su indisciplina y mala conducta, provocan su expulsión del ejército. Poco después, en 1882, se dedica a viajar por todo Marruecos haciéndose pasar por un judío y fruto de ese viaje es su libro Reconocimiento de Marruecos, merecedor de la medalla de Oro de la Sociedad de Geografía de París .

Vuelve a París en 1886 y comienza a ir a la iglesia sin creer, encontrándose bien allí y repitiendo: «¡Dios mío, si existes, haz que te conozca!». Siempre, en la vida de todo hombre, hay un momento decisivo. Ese le llegó a Carlos de Foucauld cuando conoció al Padre Huvelin, quien marcaría el paso definitivo a su conversión.

La búsqueda de Jesús de Nazaret le lleva a Tierra Santa, donde vivirá entre 1887 y 1890. Quiere imitar a Jesús. Vivir como Él, amar como Él. Ingresa en la Orden de la Trapa y después de ser ordenado sacerdote en 1901 se traslada al Sáhara argelino. En Béni Abbès intentó sin éxito establecer una nueva Congregación. Allí construye una pequeña ermita, muy humilde, y es admirado y querido por los bereberes. Estudió la cultura de los tuaregs y llegó a publicar el primer diccionario tuareg-francés. Se le consideraba un «hermano».

El 1 de diciembre de 1916 fue asesinado brutalmente por una banda de ladrones en su ermita de Tamanrasset, donde llevaba 10 años diciendo la Santa Misa y ni un sólo convertido consiguió. «Hay que rezar, trabajar y esperar», decía el futuro Santo.

Allí sigue enterrado cumpliendo su deseo y desde entonces son muchas las congregaciones que se han fundado siguiendo su figura; su pensamiento y su obra continúan dando frutos porque, como él mismo dejó escrito, «cuando el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda sólo; pero si muere, da mucho fruto».

Carlos de Foucauld es uno de esos hombres que Dios nos pone en nuestra vida como ejemplo para llegar a ser Santos. Lo dejó todo por imitar a Jesucristo y llevar el Evangelio a tierras muy difíciles para un cristiano. Todos los bautizados estamos llamados a la perfección: la santidad. Sabemos bien lo que hay que hacer: ser fieles a la palabra de Jesús y obrar como Él. Pero, seamos sinceros, somos pecadores que no nos esforzamos por alcanzar la excelencia. Nos excusamos continuamente. En efecto: la vida que nos propone el Evangelio no es fácil. No es una vida cómoda, sino todo lo contrario. La debilidad humana se enfrenta al mayor de sus desafíos: cumplir la Palabra de Dios. En nuestra miseria moral -el primero yo- nos perdemos. No hay luz, sólo oscuridad. No hay día, sólo una noche oscura del alma. En ese desafío está, a su vez, toda la fuerza del hombre que se atreva a abandonarse por Dios.

Somos una sociedad que se ha olvidado de Dios. Él, que nos amó hasta entregarse por nosotros, que con misericordia nos perdona, nos alienta y nos protege siempre. Él, el mismo al que acudimos cuando pasamos una situación difícil. Él es a quien fallamos un día sí y el otro también. Nos falta confianza en Dios. La misma confianza con la que Carlos de Foucauld se abondonó a Jesucristo y se dejó hacer por Él.

«Padre mío, me abandonó a Ti. Haz de mí lo que quieras…»

En la derrota, desafío

Las elecciones del pasado 23 de julio lo han dejado claro: mientras el PP y VOX concurran en listas separadas, no hay nada que hacer. VOX se ha convertido, a día de hoy, en la mayor garantía para que Pedro Sánchez siga gobernando con los mismos socios con los que lo ha hecho hasta ahora: Bildu, la Esquerra, Puigdemont… Lo que se dice un gobierno brillante. Ni más ni menos.

Pedro Sánchez ha demostrado con creces y en sobradas ocasiones que tiene un proyecto muy claro: ser presidente del gobierno a toda costa. Es hábil e inteligente, juega muy bien sus cartas y resiste de manera excepcional en todos los frentes. Es un gran alumno de Maquiavelo al que le acompaña un físico que agrada, una verborrea insustancial pero muy efectista plagada de feminismo, socialismo y progresismo y una lección muy bien aprendida: PP y VOX son lo mismo. VOX es el fascismo, y el PP su socio. Ahí están los resultados: casi con toda seguridad y salvo sorpresa de última hora, será de nuevo presidente.

VOX, a pesar de esas declaraciones grandilocuentes, infantiles y lunáticas de muchos de los que forman parte del mismo, no es un partido fascista. Un mínimo de rigor histórico es suficiente para comprobarlo. Pero el mensaje llega; y llega muy bien.

La cuestión es sencilla y Pedro Sánchez lo sabe muy bien: si VOX y el PP siguen concurriendo a las elecciones por separado, aunque él no gane las elecciones seguirá siendo presidente. El PP no tiene alianzas suficientes y el PSOE sí. Da igual que esos socios sean los mismos que hayan dado un golpe de Estado en Cataluña o esos con los que él no podría dormir si fuese presidente. Da igual también que ese socio se llame Bildu-“Si estoy diciendo que con Bildu no vamos a pactar. Si quiere lo digo cinco veces o veinte en la entrevista”, Pedro Sánchez dixit-.

Si se da un golpe de Estado en Cataluña, nuestro presidente indulta a los golpistas. Si hay que derogar la sedición, nuestro presidente deroga la sedición. Si hay que conseguir el apoyo de Bildu a los presupuestos, nuestro presidente, a cambio, pacta una ley infame con Bildu de lo que llaman ellos memoria histórica. Al fin y al cabo, Pedro Sánchez nunca miente, él se limita a cambiar de opinión. Y cambiando y cambiando, que es gerundio, él sigue durmiendo en La Moncloa.

Con este panorama tan alentador, ver al PP celebrando en el balcón de Génova la “victoria” es demasiado ridículo. La política no es para niños, para eso están las guarderías. A la política se viene llorado de casa y no tratando a la ciudadanía como adolescentes.

Churchill se equivocó muchísimas veces a lo largo de su carrera política, pero en sus peores momentos el pueblo inglés confió en él porque, a pesar de eso, siempre defendió con ahínco aquello en lo que creyó y dijo la verdad. Claro que, para defender algo, hay que creer en ello y no limitarte a leer la partitura que un asesor de tu partido te ha entregado.

El PP tiene un problema: Vox es garantía de continuidad de Sánchez y éste lo sabe y lo va a explotar hasta sus últimas consecuencias. O nos ponemos a hacer política de verdad, o seguimos con juegos infantiles y tendremos muchos años más durmiendo a Pedro Sánchez en La Moncloa. Quien esté preparado, a dar la batalla; quien no, que se retire. Ese y no otro es el desafío tras la derrota.

Mi mundo es tu vestido azul

Confieso que siempre me ha acompañado la sensación de vivir en un mundo que no es el mío. Uno no elige cuándo nace, dónde nace ni cómo nace. Uno, sencillamente, nace. Entonces se pregunta: ¿qué hago yo aquí?

La vida de cualquier hombre es una vida intentando responder a esa pregunta.
¿Qué hago yo en un mundo en el que ya no se dice gracias, buenos días o por favor?
¿Qué hago yo en un mundo en el que sólo hay forofos alimentados por basura que te la sueltan a la cara sin ni siquiera escuchar?
¿Qué hago yo en un mundo de gimnasios llenos y bibliotecas vacías?
¿Qué hago yo en un mundo donde se castiga la inteligencia, prima la envidia y se premia al mediocre?
¿Qué hago yo en un mundo que se ha olvidado de Dios?
¿Qué hago aquí?

En ese momento me pongo a recordar otros mundos. Por ejemplo, el del siglo I, cuando un tribunal popular cometió la mayor de las atrocidades de la historia: la crucifixión y asesinato de Jesús de Nazaret. Qué peligroso ha sido siempre un pueblo alimentado de incultura y saciado de mentiras.

Un siglo antes, mi memoria se traslada a un episodio de la Roma imperial. Como si me colase por la ranura de una ventana, veo cómo los soldados de Marco Antonio sorprenden al mayor orador de la historia, Cicerón, mientras viajaba en su litera y lo asesinan. Después le cortan la cabeza y ese será el macabro premio del emperador. No me olvido de episodios recientes. Tan sólo hace 80 años que Hitler asesinaba en cámaras de gas a judíos, homosexuales o gitanos. Tan sólo hace 80 años que la humanidad estuvo a punto de perder ese nombre. No hace 80 años, sino ahora mismo, se sigue matando a quien profesa otra religión, la libertad es una palabra más olvidada del diccionario y el dinero lleva impreso el sello de la vulgaridad.

Hoy, sin embargo, te he visto a ti. Me has sonreído mientras me decías buenos días. Luego te he invitado a tomar café. Hemos hablado de poesía, de pintura, del último programa de cine de Garci y de tu vestido azul. Después, el mar me lo susurraba: bésala. Ya se lo dijo Bogart a Ingrid Bergman en Casablanca: «Los alemanes iban de gris y tú ibas vestida de azul». Frente a tanto gris de este mundo, tu vestido azul. Y, oye, lo he pensado mejor: con tu vestido azul tengo la sensación de vivir en un mundo que sí es el mío. Mi mundo es tu vestido azul. Esa es mi única certeza.

O Camiño

«Europa se hizo peregrinando a Compostela”. Cuando tan sólo quedan unos metros para cruzar el arco que da acceso a la plaza del Obradoiro y contemplar la belleza de la Catedral de Santiago de Compostela, esta frase, inscrita en el suelo en varios idiomas, hace que el peregrino se detenga.

Como el agua que socorre al sediento, con el cansancio ya patente de todo lo caminado, pero con el infinito deseo de llegar, estas palabras acuden en tu ayuda. Te golpean fuerte y te imploran: ¿Qué es el camino?

El Camino es la emoción que uno siente bajando las escaleras del arco de Xelmírez acompañado del sonido de las gaitas mezclado con los aplausos de las demás personas que llegan junto a ti. El Camino es el esplendor de la plaza del Obradoiro rebosante de peregrinos. El Camino, cómo no, es la grandiosidad de la Catedral de Santiago, la misma que tiene 800 años de historia y que aguarda en su interior los restos del apóstol Santiago.

El aeropuerto de Santiago de Compostela nos daba la bienvenida a eso de las tres y media de la tarde del domingo 16 de julio. Los 20 grados con que nos recibió Santiago auguraban ya un gran viaje que jamás olvidaré. Sarria era nuestra primera parada y, tras dejar nuestras maletas en Casa da Marquesa, cumplimos con el primer mandamiento de todo buen peregrino que se precie: pedir tres Estrella Galicia en la terraza de un bar en pleno casco histórico. Después de deleitarnos con su iglesia y varios monumentos, otra terraza nos esperaba al lado del río mientras Alcaraz le ganaba a Djokovic y nos daba otra lección: si uno cree, se puede; y si no se puede, se lucha hasta el final.

Confieso que dormir a 10 grados mientras tienes enfrente uno de los balcones más bonitos que he visto nunca no es una mala forma de comenzar el Camino. Junto con mis amigos Pedro y Diego, después del desayuno de rigor, empezamos a caminar. La emoción del primer día, la adrenalina y tu mente caminan más rápido que tus piernas. En un cementerio pequeño, encontramos una maravillosa capilla de piedra. La Galicia mágica no defrauda. 22 kilómetros y ya estamos en Portomarín.

Portomarín tiene una de las iglesias románicas más bonitas de Galicia. Es sumamente emocionante escuchar misa en un lugar en el que hace ocho siglos alguien como tú también lo hacía. Portomarín es el realismo mágico, Borges, los gin tonics de por la tarde, Burdeos, el País Vasco, nuestras amigas Reme y Mari Feli, Sevilla y su color especial. Portomarín es el susto que te dan tus amigos, las vistas al Río Miño desde tu habitación y la emoción del niño pequeño que mira con asombro todo cuanto descubre por primera vez.

Un Camino sin niebla ni patiñeira, esa agua fina y persistente típica de allí, no es un Camino y por eso se unen a nosotros durante el inicio de la segunda etapa. Nos espera Palas de Rei a 26 kilómetros. “Viva Almería” mientras todos duermen, la plaza en la que hay concierto y a la que no vas porque quieres descansar (todo el mundo se equivoca algún día), el sacerdote con mucho sentido del humor de la misa o ese bello atardecer que tienes la suerte de inhalar son sinónimos de Palas de Rei.

Arzúa, nuestra siguiente estación, sólo está a 30 kilómetros. Mientras uno camina, esa pregunta le persigue, le atrapa y no le deja en paz: ¿Qué es el Camino?

El Camino es esa chica de Pontevedra con acento marcado y con la que empiezas hablar de su perra Niza. Como esperas verla en las siguientes etapas, no le pides el número de teléfono y luego te quedas sin verla más, sin número de teléfono y con otra lección aprendida: los números se piden la primera vez o no se piden.

Yo, que me iba a hacer gallego, a pasar veranos a 14 grados y a comer empanada, ahora de gallego sólo me quedan la mourriña y la saudade de la sonrisa suave y los ollos bonitos de esa chica a la que no le pedí el número.

Lo mejor de Arzúa es el río Iso a la entrada del pueblo. Su agua helada te acoge y hace que te olvides del dolor de pies. Arzúa también es la queimada que pruebas por primera vez, la noche que te bebes una copa de más y el grito de meigas fóra.

O Camiño es O Pedrouzo: nuestra última parada hasta llegar a Santiago. O Camiño tiene el nombre de Bea y Sara, esas madrileñas a las que te encuentras el primer día, pero no empiezas a hablar con ellas hasta ahora. Son madrileñas internacionales, de las que hablan muy bien el inglés y te enseñan a pronunciar muy correctamente eso de Don’t disturb o contemplative. El Camino también tiene el nombre de O Acivro, del vino que te bebes en ese restaurante y esa sobremesa en la que el postre sólo son risas.

20 kilómetros más y estamos en Santiago de Compostela. Santiago son las lágrimas de emoción cuando escuchas misa en su Catedral y el abrazo con tus amigos cuando te despides de ella. Santiago es la verbena en la que bailas con tus madrileñas preferidas todas las canciones menos «La Ventanita del amor» porque no la ponen. Santiago es rúa dos Concheiros, el Momo, el Parador de los Reyes Católicos en el que te invitan a cenar; Santiago es la esperanza de volver algún día, la magia del momento y la lluvia del aeropuerto que te despide al coger el avión. Santiago es reafirmarte en que Dios te acompaña siempre y que Él es el Camino, la verdad y la vida.

¿Qué es el Camino? O Camiño é o momento (El Camino es el momento). Quien lo probó, lo sabe. Bo Camiño!