Hay días y días. Están los días nublados. Te levantas, miras por la ventana y ahí lo tienes: ni un rayo de sol. Vuelves tu mirada a la cama y te dices: “parece que no era un mal sitio para seguir”. Luego escuchas una buena canción, lees un poema, te das una ducha después de hacer deporte y después de ponerte tu perfume preferido, diriges otra vez la mirada a las mismas nubes cuando, desafiante, les preguntas: «¿qué, ahora qué, dónde están las nubes?»
Los nublados no son siempre días iguales. Están esos en los que las nubes se dedican a aparecer y a desparecer mientras se cuela algún tímido rayo de sol. Parece que sí, parece que no; son nubes como la chica que te gusta, justo igual, un día parece que se queda contigo y el otro ni te conoce. Estos son días malos, pero no los peores. Pasajeros, como pasajera es también tu esperanza.
Los peores, los días nublados que no quieres, son aquellos que se instalan en tu corazón. Son nubes permanentes; aquí no hay momentos en que vienen y se van, no, se quedan el día entero. A veces son tan crueles que se quedan también el día siguiente, y el otro, y el otro… y así hasta semanas. Pasan las horas, los días, las semanas e, incluso los meses, pero las nubes siguen y tú no sigues, tú sencillamente eres una sombra triste y alargada. Acaso un reflejo de lo que fuiste. Acaso un fantasma y tu peor pesadilla. ¿Acaso eres?
Y, luego, claro, están esos días en los que el sol ilumina con tanta fuerza que parece que nunca se vaya a apagar. Son esos días en los que te sonríe la chica que te gusta. La misma que te lleva todo el día atontado y a la que tú también le haces tilín. Esos días, justo esos, te crees invencible. Te piensas inmortal. Aprovecha esos días. Invítala a comer, bésala y recítale algún poema al oído. Sin forzar nada, poco a poco, que vayan saliendo las nubes y entrando el sol. No le digas nada, mírala y que ella te sienta. El silencio es muy elocuente. Te crees como esos generales romanos que, tras obtener una victoria importante y desfilar por el centro de la ciudad, tenían pegados a esclavos públicos que les decían todo el tiempo: “recuerda que eres mortal”.
Tú, pedazo de tonto, eres mortal. Polvo eres y al polvo volverás. Sí, acuérdate de esto cuando te creas inmortal, tengas éxito y la vida te sonría. Porque llegará el momento en el que esa chica ya no te sonreirá, te dejará en visto y su perfume será el recuerdo de su mano en la tuya una fría y destartalada tarde de invierno. Así es la vida y no la he inventado yo, como dice la canción. Cuando el éxito sólo sea un nombre olvidado y las nubes se hayan convertido en tormenta, acuérdate de que tú nunca fuiste un Dios. Sólo un diablo.

