«Ich bin ein berliner» (Yo soy un berlinés)

Cuando aquel 11 de junio de 1963 -tan sólo dos años después de que el régimen comunista levantase el muro de Berlín– medio millón de berlineses se echó a la calle para escuchar el discurso del presidente Kennedy, fueron muy pocos los que imaginaron que, 26 años después, se cumplirían las palabras de esperanza en el advenimiento de la libertad con las que el joven presidente norteamericano finalizaba uno de sus mejores discursos.

No es de extrañar que, al terminar, JFK le dijese a su redactor de discursos: “No volveremos a tener un día como este en toda nuestra vida”. Los berlineses sí lo tuvieron: el 9 de noviembre de 1989. Ese día caía el muro de Berlín y se levantaba una etapa de libertad y reunificación en una Alemania cruelmente castigada por el nazismo y el comunismo.

“Ich bin ein berliner” fue la frase que pronuncié nada más llegar a la Estación Central de Berlín, mientras mis amigos Fernando, Pedro y Laura esbozaban alguna que otra sonrisa. Estábamos en Berlín. La majestuosa estación, a la que habíamos llegado desde el aeropuerto, me llevó a la mente la imagen del Berlín de Hitler y de la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo sería esa estación entonces? Aunque la actual se construyó en el año 2002, no muy lejos de allí se sitúan las ruinas de la Anhalter Bahnof desde donde no hace mucho tiempo miles de judíos eran obligados a coger los trenes de la vergüenza con destino a alguno de los campos de concentración de la ignominia.

Una vez instalados en nuestro hotel del barrio de Mitte y, tras algún que otro percance con la llave del baño, nos dispusimos a recorrer las calles de Berlín. Mientras que Fernando, como buen ingeniero, lo tenía todo planeado y se movía como si viviese allí desde hace 20 años, Laura imponía el sentido común y Pedro buscaba sitios donde hubiese fútbol y fiesta.

Alexander Platz fue nuestro punto de partida. Con sus 368 metros, la imponente Torre de televisión de Berlín estaba acompañada de un frío no menos impactante. Las hojas de color ocre amontonadas en el suelo cantaban Pasa el otoño, de Antonio Vega, mientras también en el suelo, a perpetuidad, leíamos los nombres incrustados en las placas de los judíos asesinados. Esa es Berlín, una ciudad de contrastes: lo mejor y lo peor en la misma tierra.

El Barrio Turco, la bohemia del Café Cinéma, las carantoñas de parejas en torno a una buena cerveza, fueron el prólogo de una gran comida devorando el currywurst, bebiendo cerveza y enamorando a la francesa de la mesa de al lado cuando entonamos Te amo, de Umberto Tozzi. Como si fuese Berlusconi, le espeté eso de “Io parlo l´italiano molto bene”.

Habíamos venido a ver Berlín, y bien que lo vimos durante tres horas y media. La Catedral, el Jardín de Recreo en el que Hitler congregó a un millón de personas, la Universidad Humboldt, el palacio Real de Berlín, el Chekpoint Charlie, el Monumento a los Judíos y la Puerta de Brandeburgo. La historia paseaba por unas calles que se apagaban poco a poco, sobre todo cuando vimos el lugar donde Hitler instaló su bunker.

Los ojos de una chica de Bilbao iluminaron Berlín aquella tarde. Iba en el mismo grupo que nosotros y al verla pronuncié en un perfecto alemán: “Achtung, achtung! “(¡Atención, atención!) He de volver a Bilbao…

Al día siguiente teníamos una cita con el Muro de Berlín. Y a mí me venían fragmentos del discurso de Kennedy: “Hay mucha gente en el mundo que realmente no comprende —o dice que no comprende— cuál es la gran diferencia entre el mundo libre y el mundo comunista. ¡Que vengan a Berlín! Una estupenda guía, española y de Granada, nos contaba cómo la gente, desesperada porque su casa tocaba en zona comunista cuando se estaba construyendo el muro, se tiraba desesperada por las ventanas. Mientras ella iba narrando, resonaban las palabras de JFK: “Hay algunos que dicen que el comunismo es el movimiento del futuro. ¡Que vengan a Berlín!”

En el momento en que nos situamos en la línea divisoria por donde pasaba el muro y la atravesábamos, le dije a la guía que qué fácil era cruzar ahora. Olvidamos que la libertad no es gratis. La libertad lleva a cuestas una mochila cargada de muerte, sufrimiento y despotismo. La libertad es el valor supremo de una sociedad democrática, abierta y tolerante como es la ciudad de Berlín.

Un frío helador nos despedía de la capital alemana. Ataviados con nuestros abrigos y nuestras bufandas, Fernando, Pedro, Laura y yo decíamos adiós a la ciudad acogedora, repleta de historia y cultura a la que habíamos llegado dos días antes. Y cuando subía por las escaleras del avión, como un flash, me venía la imagen de Kennedy en el Ayuntamiento de Berlín afirmando:
“Todos los hombres libres, dondequiera que vivan, son ciudadanos de Berlín. Y, por lo tanto, como hombre libre, con orgullo digo estas palabras: «Ich bin ein berliner».

Sí, yo soy un berlinés.

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