Confieso que siempre me ha acompañado la sensación de vivir en un mundo que no es el mío. Uno no elige cuándo nace, dónde nace ni cómo nace. Uno, sencillamente, nace. Entonces se pregunta: ¿qué hago yo aquí?
La vida de cualquier hombre es una vida intentando responder a esa pregunta.
¿Qué hago yo en un mundo en el que ya no se dice gracias, buenos días o por favor?
¿Qué hago yo en un mundo en el que sólo hay forofos alimentados por basura que te la sueltan a la cara sin ni siquiera escuchar?
¿Qué hago yo en un mundo de gimnasios llenos y bibliotecas vacías?
¿Qué hago yo en un mundo donde se castiga la inteligencia, prima la envidia y se premia al mediocre?
¿Qué hago yo en un mundo que se ha olvidado de Dios?
¿Qué hago aquí?
En ese momento me pongo a recordar otros mundos. Por ejemplo, el del siglo I, cuando un tribunal popular cometió la mayor de las atrocidades de la historia: la crucifixión y asesinato de Jesús de Nazaret. Qué peligroso ha sido siempre un pueblo alimentado de incultura y saciado de mentiras.
Un siglo antes, mi memoria se traslada a un episodio de la Roma imperial. Como si me colase por la ranura de una ventana, veo cómo los soldados de Marco Antonio sorprenden al mayor orador de la historia, Cicerón, mientras viajaba en su litera y lo asesinan. Después le cortan la cabeza y ese será el macabro premio del emperador. No me olvido de episodios recientes. Tan sólo hace 80 años que Hitler asesinaba en cámaras de gas a judíos, homosexuales o gitanos. Tan sólo hace 80 años que la humanidad estuvo a punto de perder ese nombre. No hace 80 años, sino ahora mismo, se sigue matando a quien profesa otra religión, la libertad es una palabra más olvidada del diccionario y el dinero lleva impreso el sello de la vulgaridad.
Hoy, sin embargo, te he visto a ti. Me has sonreído mientras me decías buenos días. Luego te he invitado a tomar café. Hemos hablado de poesía, de pintura, del último programa de cine de Garci y de tu vestido azul. Después, el mar me lo susurraba: bésala. Ya se lo dijo Bogart a Ingrid Bergman en Casablanca: «Los alemanes iban de gris y tú ibas vestida de azul». Frente a tanto gris de este mundo, tu vestido azul. Y, oye, lo he pensado mejor: con tu vestido azul tengo la sensación de vivir en un mundo que sí es el mío. Mi mundo es tu vestido azul. Esa es mi única certeza.

