Padre mío,
me abandono a Ti.
Haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco;
estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo.
Con tal de que Tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas,
no deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi vida en Tus manos.
Te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón,
porque te amo,
y porque para mí amarte es darme,
entregarme en Tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre.
Carlos de Foucauld
«Tan pronto como creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él». La vida de San Carlos de Foucauld da fiel testimonio de que vivió para Dios hasta el último de sus días en que fue asesinado. Desde la primera vez que vi la imagen de Carlos de Foucauld-yo no sabía que era ya beato- tuve muy claro que era un Santo. Cuando miré a sus ojos sólo pude contemplar una cosa: una mirada profunda, de alguien muy inteligente y rebosante de amor. Quien ve el amor en una persona, directamente ve a Dios porque Dios es amor.
El que en noviembre de 2005 fuera proclamado Beato por el Papa Benedicto XVI, finalmente fue canonizado el 15 de mayo de 2023 por el actual sucesor de San Pedro, el Papa Francisco.
Nacido en Estrasburgo el 15 de septiembre de 1858, procedente de una familia aristocrática, educado en valores cristianos -sobre todo hay que destacar la influencia de su madre y de su abuelo-, Carlos de Foucauld vio morir con sólo 6 años a sus padres y a su abuelo paterno; desde ese momento, él y su hermana María, de 3 años, quedaron bajo la tutela de sus abuelos paternos.
Siendo muy pequeño destaca ya por su inteligencia. Es un niño al que le gusta leer e introvertido. Poco a poco, sin embargo, se va alejando de la Fe. «A los 17 años era puro egoísmo. Estaba en la noche. No veía ni a Dios ni a los hombres: sólo estaba interesado en mí», confesaría a su prima María.
Tras ingresar en la Escuela Militar Especial de Sanint-Cyr y después de ser admitido en la Escuela de Caballería de Saumur, muere su abuelo. Tiene entonces 20 años, recibe una gran herencia y junto a su compañero de habitación, el marqués de Morés, se dedica a dar grandes fiestas donde no faltaban ni el alcohol ni las prostitutas. Más tarde se refirió a esta época de su vida diciendo que «más que un hombre yo era un cerdo».
En octubre de 1880 es destinado a Argelia, un país que le interesa mucho y le gusta. Mantiene una relación con una mujer, que, unida a su indisciplina y mala conducta, provocan su expulsión del ejército. Poco después, en 1882, se dedica a viajar por todo Marruecos haciéndose pasar por un judío y fruto de ese viaje es su libro Reconocimiento de Marruecos, merecedor de la medalla de Oro de la Sociedad de Geografía de París .
Vuelve a París en 1886 y comienza a ir a la iglesia sin creer, encontrándose bien allí y repitiendo: «¡Dios mío, si existes, haz que te conozca!». Siempre, en la vida de todo hombre, hay un momento decisivo. Ese le llegó a Carlos de Foucauld cuando conoció al Padre Huvelin, quien marcaría el paso definitivo a su conversión.
La búsqueda de Jesús de Nazaret le lleva a Tierra Santa, donde vivirá entre 1887 y 1890. Quiere imitar a Jesús. Vivir como Él, amar como Él. Ingresa en la Orden de la Trapa y después de ser ordenado sacerdote en 1901 se traslada al Sáhara argelino. En Béni Abbès intentó sin éxito establecer una nueva Congregación. Allí construye una pequeña ermita, muy humilde, y es admirado y querido por los bereberes. Estudió la cultura de los tuaregs y llegó a publicar el primer diccionario tuareg-francés. Se le consideraba un «hermano».
El 1 de diciembre de 1916 fue asesinado brutalmente por una banda de ladrones en su ermita de Tamanrasset, donde llevaba 10 años diciendo la Santa Misa y ni un sólo convertido consiguió. «Hay que rezar, trabajar y esperar», decía el futuro Santo.
Allí sigue enterrado cumpliendo su deseo y desde entonces son muchas las congregaciones que se han fundado siguiendo su figura; su pensamiento y su obra continúan dando frutos porque, como él mismo dejó escrito, «cuando el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda sólo; pero si muere, da mucho fruto».
Carlos de Foucauld es uno de esos hombres que Dios nos pone en nuestra vida como ejemplo para llegar a ser Santos. Lo dejó todo por imitar a Jesucristo y llevar el Evangelio a tierras muy difíciles para un cristiano. Todos los bautizados estamos llamados a la perfección: la santidad. Sabemos bien lo que hay que hacer: ser fieles a la palabra de Jesús y obrar como Él. Pero, seamos sinceros, somos pecadores que no nos esforzamos por alcanzar la excelencia. Nos excusamos continuamente. En efecto: la vida que nos propone el Evangelio no es fácil. No es una vida cómoda, sino todo lo contrario. La debilidad humana se enfrenta al mayor de sus desafíos: cumplir la Palabra de Dios. En nuestra miseria moral -el primero yo- nos perdemos. No hay luz, sólo oscuridad. No hay día, sólo una noche oscura del alma. En ese desafío está, a su vez, toda la fuerza del hombre que se atreva a abandonarse por Dios.
Somos una sociedad que se ha olvidado de Dios. Él, que nos amó hasta entregarse por nosotros, que con misericordia nos perdona, nos alienta y nos protege siempre. Él, el mismo al que acudimos cuando pasamos una situación difícil. Él es a quien fallamos un día sí y el otro también. Nos falta confianza en Dios. La misma confianza con la que Carlos de Foucauld se abondonó a Jesucristo y se dejó hacer por Él.
«Padre mío, me abandonó a Ti. Haz de mí lo que quieras…»

