San Juan Pablo II, la luz del mundo en la tierra

«Ego sum lux mundi». Yo soy la luz del mundo. Con absoluta rotundidad y claridad, las palabras de Jesús siguen resonando en nuestros oídos y en nuestros corazones dos mil años después de ser pronunciadas.

Un mundo en el que el egoísmo, el narcisismo y el relativismo avanzan a la velocidad de la luz.

Un mundo en el que el dinero y lo material olvidan lo principal: lo espiritual.

Un mundo en el que hemos abandonado la principal razón de nuestra existencia: el amor.

Escribo estas palabras sin ser, ni pretender serlo, modelo de nada ni de nadie. Faltaría más. Bastante tengo yo con ser otro pecador. Llamadme fariseo e hipócrita y lo aceptaré plenamente, sin matices. Creo que estas -fariseo e hipócrita- son palabras dirigidas hacia mí que se ajustan con bastante fidelidad a la realidad.

Las escribo, en consecuencia, aceptando que yo formo parte de ese egoísmo, narcisismo y relativismo que imperan en nuestra sociedad. Siendo así, ello no impide que crea profundamente en esto: «Deus caritas est». Sí, Dios es amor. Como muy bien expresa la Primera Carta de San Juan: «Dios es Amor y quien permanece en el Amor permanece en Dios y Dios en él».

Son numerosas las veces, a lo largo de diferentes pasajes de los Evangelios, en que Jesús nos dice que el principal mandamiento de todos los cristianos es que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado. Con absoluta clarividencia, San Pablo, el gran evangelizador del mundo mediterráneo, se encarga de reafirmar esta idea en la primera carta a los Corintios al señalar que «si no tengo amor, no soy nada».

Pues bien: si Jesús nos exige que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado, es lógico preguntarse qué tipo de amor debemos practicar. El amor que espera Jesús de nosotros no admite gradación: se ama o no se ama. No se puede amar mucho, poco o nada; si se ama, se ama como Él nos amó -hasta tal punto que dio su vida por nosotros- o no se ama. Y, todo lo demás, sencillamente, no es amor.

Alguien que, a pesar de ser perseguido, vejado, insultado y, finalmente crucificado, perdona a quienes cometieron toda esta clase de tropelías contra él. A través del Evangelio según San Lucas, esta idea de amar por encima de todas las cosas queda perfectamente reflejada en las siguientes palabras de Jesús:

«Pero yo os digo a vosotros, los que me estáis escuchando: Amad a vuestros enemigos; haced el bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian. […] Y si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ¿qué mérito tenéis? […] Vosotros, en cambio, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada».

Este pasaje, sin duda uno de los más conocidos, es, a la vez, uno de mis preferidos. Creo firmemente que el ser humano no puede enfrentarse a lo largo de su vida a una dificultad mayor que no sea la de cumplir con este cometido. El carácter imperfecto, pecador y limitado inherente al ser humano hace que este, en la mayoría de las ocasiones, nunca pueda cumplir fielmente con el mensaje de Jesús. De ahí que nuestro mundo -lleno de arrogancia, egoísmo, narcisismo, relativismo y de violencia- esté necesitado de verdaderos líderes religiosos que sí cumplan con dicho cometido y sean el espejo en que mirarnos. O, si me lo permiten, y siguiendo con el inicio de este artículo: necesitamos luces que iluminen este mundo.

Una de esas luces fue Juan Pablo II. Durante los casi 27 años de su pontificado, su liderazgo en favor de la libertad y de la dignidad del ser humano, su innegable labor para que el cristianismo se extendiese a todas las partes del mundo (ha sido el Papa que más viajes ha realizado durante su mandato) y, por supuesto, su defensa férrea de los valores cristianos, han hecho que estemos ante uno de los personajes más influyentes del siglo XX. Tal ha sido su importancia que, incluso ateos reconocidos como el expresidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, han reconocido su liderazgo, afirmando el fallecido político ruso que «yo no soy católico, pero siento hacia él un profundísimo respeto y admiración» y aseverando: «He aquí un gran hombre, un verdadero líder».

El primer Papa polaco de la historia; aquel niño del que su madre siempre dijo que iba a ser alguien muy importante -hoy convertido en santo tras su canonización en 2014-; el mismo que tras sufrir un grave atentando en 1981 perdonó al autor del intento de su asesinato, es, ha sido y será para siempre la luz del mundo que Dios nos envió a la tierra. Hoy, 22 de octubre, se celebra su onomástica, así que es un buen pretexto para recordar una de sus frases: «No tengan miedo… abran de par en par las puertas a Cristo».

Abramos, pues, la puerta de nuestro corazón a Cristo, a pesar de vivir en un mundo egoísta, narcisista y relativista. Él, y solo Él, es la luz de este mundo. Al fin y al cabo, como bien dijo Virgilio, «el amor todo lo vence, rindámonos también nosotros al amor». La madre Teresa de Calcuta, la Santa amiga de los pobres y a la que San Juan Pablo II admiraba mucho, lo tenía muy claro: «Ama hasta que te duela. Si te duele, es buena señal».

Pues eso: que nos duela. Que nos duela mucho. Será muy buena señal para todos nosotros.

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